¿Por qué se aplauden, señorías?

se apaluden“Que yo sepa a nadie se aplaude por hacer su trabajo, mucho menos si lo hace mal”

            Será por lo bien que lo hacen, será por lo bien que hablan, será por lo bien que nos explican lo que están haciendo con nuestra vida, con nuestra democracia, con nuestra sociedad, con nuestro futuro y el de nuestros hijos y descendientes más allá de varias generaciones venideras. “Qué será, será…,” que cantaba Doris Day.

            El Parlamento no es un teatro, aunque esté repleto de adiestrados faranduleros, ni tampoco un circo, a pesar de las piruetas que hacen algunos destacados equilibristas para distraer nuestra atención y distraernos la cartera, tampoco debiera ser un espectáculo de varietés en el que experimentados magos pretenden camuflar sus falsedades para que parezcan verdades a medias o mentirijillas y así aprovecharse del beneficio de la duda que se otorga a los delincuentes.

            El tan socorrido Reglamento de Funcionamiento de las Cámaras debiera incluir un apartado de obligada observancia en el que se prohíba total y absolutamente los aplausos, al igual que se prohíben los pitidos y otras muestras maleducadas e incorrectas de disconformidad. Que yo sepa a nadie se aplaude por hacer su trabajo y cumplir con su tarea, muchísimo menos cuando se hace tan rematadamente mal.

            Patéticos y penosos parlamentarios se jalean entre sí, vociferan, gesticulan, ovacionan y se alientan como en el circo romano en la lucha de los gladiadores, como en las gradas del estadio rellenas de furibundos hinchas. Y ¿por qué?…

            Porque carecen de oratoria, de verbo, de facilidad de palabra, de cultura, de formación, porque no saben hablar ni decir lo que quieren decir, porque se cuelgan de las palabras o las repiten insistentemente ante el temor de que se les escape lo que quieren ocultar, porque necesitan el calor de los aplausos de sus correligionarios para poder mantenerse en el estrado y darse un respiro sin ahogarse en las propias contradicciones y falacias de tantos años, toda una vida diciendo no y lo contrario.

            Por último, se aplauden a sí mismos porque no pueden salir de casa sin encontrar a alguien que les increpe o les recuerde para qué les tenemos ahí sentados, porque no hay nadie fuera del hemiciclo que les aplauda, ni tan siquiera en su casa. Si no fuera por el efecto maligno de su mal hacer darían pena.

Diario Palentino, 20/10/2013

 

           

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