«Como buenos mercaderes ellos venden lo que los compradores demandan»
Desde la liberación del mercado en China miles de sus habitantes se desplazan anualmente a Europa abriendo cientos de establecimientos de los conocidos con el nombre de bazares. Estos comercios, repletos y abarrotados de productos perfectamente ordenados, están causando pavor a los tradicionales comerciantes de pueblos y ciudades. Acumulan y ofertan objetos de la más variopinta idiosincrasia: cosmética, lencería, papelería, vajillas y utensilios de cocina, de hogar, jardinería, decoración, moda de vestir y calzar, y otros inimaginables.
Como por arte de magia nos perdemos observando ese mundo inacabable de pequeñas materias llamando en silencio a un consumo compulsivo y primario de satisfacción posesiva. Cualquier cosa que buscamos acaba apareciendo en los abigarrados estantes meticulosamente colocados, sin derroches espaciales ni ubicaciones ilógicas. Como si en cada uno de estos pequeños mundos, microcosmos a escala, se hubiese trasvasado toda la filosofía existencial de un pueblo, de una cultura milenaria a pesar de las superposiciones políticas del siglo XX. Minúsculos mundos trasluciendo las pautas sobre cómo es posible organizar millones de entes en limitado espacio y con el derecho propio de existir con su identidad propia.
Llegan estas fechas navideñas y la decoración llamativa, luminosa y atrayente, que es distinto de atractiva, llena las portadas y escaparates de estos locales en cuyo interior y sin apenas idioma, se afanan varios aborígenes sin parar un minuto, cumpliendo un riguroso ritual de trabajo tan sosegado como continúo; desembalaje, clasificación, colocación, orden, vigilancia e información. Apenas vuelves a dejar en su lugar un objeto tomado para mirarlo de cerca, una mano sigilosa aparece por detrás de tu espalda para colocarlo en el lugar exacto, ni un poco más cerca, ni un poco más lejos, es la norma imperativa del respeto al espacio, para que todo quepa, para que todos puedan sobrevivir sobre la superficie de este planeta.
Tradicionalmente la decoración navideña siempre tuvo un valor suficiente para que mereciera la pena ser guardado con esmero de un año para otro. Las delicadas y quebradizas bolas de navidad decoradas a mano, los espumillones brillantes y los lazos, las figuritas artísticas del nacimiento, todos juntos volvían a su caja del altillo del armario después de cada temporada, solo se salvaban los perecederos, es decir el musgo que se cogía en el monte y la nieve artificial cuyo efecto se conseguía espolvoreando harina fina sobre los tejados del Belén o del Árbol. Por mor de la laboriosidad china estas rutinas están pasando a la historia. Sprays, resinas y plásticos moldeados, tal vez a mano, pero en cadena, hacen cada año las delicias de adquirentes y consumidores a impulsos de las fechas de licencia en el gasto. Renovarse o morir.
Pero la cruz antiestética, resultado de este enérgico y voluntarioso espíritu en pro del ornato navideño, hace su aparición cuando las incautas presas obnubiladas con los cientos de lucecitas en movimiento, se ven capturadas por una pasión incontenible e indescifrable. Entonces es cuando se produce: primero el «horror vaccui», después simplemente el horror, en su estado visual más puro. Los balcones, las ventanas, las puertas, los comedores, los salones, los pasillos, cualquier habitáculo se ofrece al «coup d’oeil» como un escenario onírico en una pesadilla infantil, una visión teatralizada del espanto, una revolución luminaria. La culpa no es de los chinos, como buenos mercaderes ellos venden lo que los compradores demandan.
Abigarradas y multicolores cortinas de chispeantes e insistentes lucecitas transmiten al observador una sensación de desasosiego, de presión, de prisa, cambian de ritmos, de colores, de formas. Algunas composiciones incluso semejan a los anuncios de los clubs de carretera. La disarmonía, el barroquismo y el exceso llegan a convertirse en lo frecuente, lo descontrolado, lo irreflexivo. Poner por poner, porque es barato, porque tengo mucho, para que se vea, para celebrarlo, con toda la buena intención, con ganas, esfuerzo plagado de buenos deseos fetichistas, como un amuleto de la suerte, esperar el año venidero preparados, agasajándolo, para que nos vaya bonito.
El subconsciente funciona así, en versión primaria, sin complicaciones. El sentido de la belleza, de la armonía, de la estética requiere un aprendizaje, un bagaje cultural, una superestructura, pero como lo que cuenta es la intención, bienvenida la decoración. Venturoso 2007 para todos, también para los chinos. «Periódico Carrión, 1ª quincena 2007»