Recordar para revivir

“Sus muertos queridos yacían en cunetas anónimas mientras los injustos gozaban de marmóreos panteones en los cementerios católicos”

Los seres vivos sobrevivimos en la naturaleza porque recordamos. Nuestro cuerpo, especialmente el de los mamíferos, tiene memoria, se acuerda del dolor y de su causa, del frío y del calor, del hambre y del hastío, de lo que nos ocurrió en cada tiempo de las diferentes edades de nuestro crecimiento y madurez. Y porque nuestro cuerpo recuerda, sabemos que las fuentes de calor intenso nos queman la piel, que los contratiempos nos desagradan, que los placeres nos atraen. La sabiduría del cuerpo crece día a día desde que nacemos hasta que acaba la existencia consciente.

Y al igual que vamos aprendiendo por propia experiencia la secuencia de nuestra sensitividad aprehendemos igualmente lo que nos rodea, personas, clima, alimentos… Pero este prolongado e interminable aprendizaje no acaba en la propia práctica sino que incorporamos lo que nos cuentan nuestras gentes sobre el presente y el pasado, sobre lo que nos conviene en el futuro. Nadie que cuenta se libra de la tentación del consejo o de la moraleja, de la versión subjetiva, de la proyección de sus sentimientos.

Entre los cuentos o relatos breves de la vida doméstica siempre se encuentra la historia familiar, las batallitas de los abuelos, las aventuras del tío que se fue a América, amores y desamores de las tías solteras, dolencias, anécdotas, penalidades y golpes de suerte, viajes de ida y vuelta o sin retorno, orígenes y procedencias de los allegados, mitos recreados cada vez que se relatan para formar parte del acerbo de la saga familiar.

Sin embargo suele suceder que lo más doloroso se omite, no se verbaliza porque la sola y fugaz tentación de mentarlo produce una opresión en el pecho, junto al corazón, donde duelen las emociones procedentes de un castigo sufrido injustamente. Y es que los recuerdos traumáticos deben reposar para poder volver sobre ellos con más calma, cuando el agudo dolor inicial se haya adormecido por el paso del tiempo.

Nadie puede sobrevivir cuerdamente sin sus propios recuerdos. Negar la memoria es negar la vida. Poder contar en público lo que tan solo han escuchado las cuatro paredes domésticas es ventilar la historia familiar y propia, de viva voz y sin complejos, dejando atrás el sigilo, la tenue voz apenas audible a pocos metros, la injusta sensación de culpabilidad.

Haber vivido durante casi tres generaciones bajo el estigma de acusaciones de traición, de criminalidad, de imputaciones que solamente correspondían a quienes las infringían, no puede quebrantar el derecho de los individuos y de las familias a recordar aquella vida que pudieron disfrutar de no haber sido por “aquello”. Vidas cotidianas roídas por una vergüenza infundada, por el temor a que sonaran en la puerta esos golpes que desataban el pálpito. Personas que fueron día tras día de su vida víctimas de miradas aviesas, acusatorias o lastimeras, porque sus muertos queridos yacían en cunetas anónimas mientras los injustos gozaban de marmóreos panteones en los cementerios católicos. Tiempos de injusticia en los que la vida o la muerte y el dolor humano estaban sometidos al capricho de una denuncia vengativa, de un mal despertar, de una orden malhumorada, de una interpretación maligna a veces consecuencia de oscuros intereses o simplemente por despecho.

Recordar para revivir y recuperar la memoria para rehacer, aunque solo sea en el recuerdo, la realidad de lo pudo ser antes de “aquello” que cayó como una capa de amargura tan hereditaria como la genética familiar. Es lógico que los verdugos no quieran ni oír hablar. «Diario Palentino, 27 de agosto de 2006»

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